Nueva Zelanda · Viajes

Nueva Zelanda: semana 4

Días 22 al 28
Del domingo 8/10 al sábado 14/10

Y llegó el primer día de trabajo. Me explican que voy a tener dos semanas de entrenamiento antes de empezar a trabajar de verdad… esto incluye hoy dos horas de inducción con la manager, una chica divina, que me recibe con una sonrisa en mi primer lunes.

Se aparece con una carpeta negra, el manual de operaciones del restaurant. Hojas y hojas de material para leer. Imprime más cosas y lapicera en mano, empezamos a marcar lo que vamos viendo juntas… Repasamos el plano del restaurant y los números de mesas, hablamos del servicio en general, dónde está cada cosa, cómo se organiza el bar, las estaciones de trabajo, dónde se guardan las botellas, dónde se tira la basura… dos horas de andar de acá para allá, aprendiendo de todo. Creo que jamás tuve una capacitación así para ningún trabajo. 

Esa noche es mi primer turno y es una noche movidita, porque las hamburguesas están en promoción a 10 dólares y se lleeeena de gente. Supuestamente otra de las manager iba a ser mi sombra durante toda la noche, siguiéndome para ver cómo trabajo e ir explicándome cosas. Pero a mitad de la noche estoy prácticamente sola, no damos abasto y me pongo a ayudar a todos, a reponer las cosas que van faltando y llevando bebidas a las mesas también. Cuando termina la noche, tengo una pequeña charla con ella, donde me agradece por lo bien que trabajé y me da una linda devolución 🙂 (se ve que algo aprendí en Australia, no tuve que mentir esta vez, jaja).

Mi primer semana transcurre bastante tranquila, y poco a poco con el correr de los días voy aprendiendo más cosas. La carpeta de entrenamiento se va llenando de hojas: me enseñan a usar el sistema, cómo cargar órdenes, cómo cobrarle a los clientes, cómo recibir a los proveedores, cómo atender el teléfono, cómo cargar una reserva en el sistema… Hay tanto para aprender que me puse enseguida el chip de estudiante, y trato de incorporar lo más posible. La frutilla del postre es que justito cuando yo empiezo, decidieron cambiar el menú del brunch, que se sirve los fines de semana. Así que organizan un tasting, es decir, ¡vamos todos a probar los nuevos platos de la carta! Una hora que nos juntan a todos los que trabajamos ahí, y nos van dando para probar los nuevos platos mientras aprendemos qué tiene cada uno. Tienen todo tan organizado que ya los quiero, jaja.

Mientras tanto, en las tardes libres sigo conociendo Wellington. Con un amigo que tiene auto, vamos a lugares de la ciudad a los que no puedo llegar caminando, y así conozco la costa sur (Seatoun) y también Eastbourne, la última parte de la ciudad a la que se puede llegar. Desde ahí, se alquilan bicicletas para poder ir hasta el faro que queda justo en el extremo de la ciudad. Pero ese es un plan para otro día.

También otro día hacemos una caminata por un sendero llamado Bell’s Walk, que va cuesta arriba. Es parte de un camino mucho más largo (que se llama Northern Walkway), de casi 15 kilómetros, pero que se puede ir haciendo por partes. En fin, cuando llegamos a la cima del monte, me sorprende una imagen que no vi antes: la isla sur de Nueva Zelanda, ahí enfrente mío, por primera vez. Parece tan cerca… está tan linda la tarde que puedo ver las montañas allá a lo lejos, detrás del estrecho Cook.

Y también veo muchas ovejas, y las típicas colinas verdes que son la postal de este país. Es increíble cómo veo que está la ciudad de un lado de esa colina y del otro, el campo. Desde acá arriba, Wellington no es tan grande como parece. Veo el aeropuerto, veo la bahía completa, veo que hay muchos lugares que todavía tengo que conocer… Y pegamos la vuelta enseguida, porque obvio que hay mucho viento en este lugar y me estoy cagando de frío.

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Otro día soleado de esta semana fui con Franzi, mi amiga alemana, a conocer Matiu/Somes, una pequeña isla que está justo enfrente de la ciudad. Se llega en ferry, en media hora y habíamos querido ir un par de veces, pero siempre alguna excusa aparecía: o que el día no estaba muy lindo, o que estábamos cansadas o simplemente que cuando decidíamos ir ya se nos había ido el ferry, jaja.

Ese sábado nos encontramos en el dique al mediodía, compramos los tickets ida y vuelta (23 dólares, saladitos) y partimos. Está soleado y hay un poco de viento, pensamos que no era tan grave pero una vez en el barco realmente se sentía. Fueron unos 30 minutos de viaje.

Cuando llegamos a la isla, nos metieron a todos en un cuarto donde un señor nos dio una charla… Nos mirábamos con Franzi sin entender qué estaba pasando. Básicamente este buen hombre nos explicó que esta isla es un lugar muy especial para Wellington, y que cuenta con especies autóctonas y una flora particular, y que no quieren introducir ningún tipo de nuevo bicho. Así que tuvimos que limpiarnos bien las zapatillas y vaciar nuestras mochilas, en caso que tuviéramos semillas de alguna planta, caracoles, piedritas o algún otro intruso.

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Ya paseando en la isla, nos enteramos que en algún momento era un lugar donde estaban en cuarentena inmigrantes con ciertas enfermedades contagiosas y también tenían acá a algunos animales… por otro lado, allí tuvieron presos a enemigos aliados durante gran parte del siglo XX, aunque más todavía en la época de la Segunda Guerra Mundial. En 1942, la parte más alta de la isla fue fortificada con equipamiento para evitar ataques aéreos, pero parece que nunca tuvieron que usarse… pero lo que sí pasó es que tuvieron que hacer bien plana la zona para poder construir eso, así que redujeron la altura de la isla en varios metros. Ahí nos encontramos con un montón de ovejas y nos quisimos sacar fotos con ellas, pero salieron corriendo jaja. También nos enteramos que una estación ubicada en esta isla protegía a los barcos ante el ataque de minas magnéticas.

Pero más allá de lo histórico, esta isla tenía unas vistas increíbles. Y el color del agua, y la cantidad de árboles y plantas nos encantó. Desde Matiu Somes podíamos ver allá a lo lejos los edificios altos del centro, y nos sorprendió mucho a las dos que siendo la capital de un país, Wellington sea una ciudad tan chica y tan tranquila…

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Y lo mejor de todo es que también vimos animales: un montón de pajaritos de colores, mariposas y unas lagartijas medio raras. Y estábamos sacándonos unas fotos en un mirador, cuando vemos que un chico con una cámara de fotos estaba en cuclillas al lado de un árbol. No entendíamos qué hacía. Se acercó y nos compartió el motivo por el que estaba ahí: escondido entre las plantas, a la sombra del árbol, había un tuatara, un ejemplar muy poco frecuente y de tamaño mediano, que sólo se encuentra en Nueva Zelanda. ¡Y que son los últimos sobrevivientes de una familia de reptiles que existió en la época de los dinosaurios! Estos bichos prácticamente no cambiaron en los últimos 200 millones de años, y nosotras tuvimos la suerte de ver uno.

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